domingo, 13 de octubre de 2013

tristeza

A veces la tristeza me hace un guiño de complicidad, como recordándome que está ahí, que me acompaña, al mismo tiempo que me permite aparcarla. Entonces se queda tranquila, en silencio, sin exigencia ni estridencia.

Otras veces se hace mucho más presente, se coloca delante de la alegría y me nubla la vista. Mis ojos pierden brillo, empequeñecen, cambian incluso de color.

Cuando la tristeza se impone la dejo vivir en mi, me ayuda a interiorizar vivencias, a recogerme para digerir sensaciones, recuerdos... tanto nuevos como antiguos (que aún coletean pidiendo atención).

Sin patetismo ni dramatismo, sin instalarme ni recrearme, sin hacer bandera de ello ni publicitarlo a los cuatro vientos... Simplemente estoy triste y lo reconozco, me lo permito... me ausento temporalmente.

Cuando tengo bastante, cuando mi corazón se cansa de cansarse, cuando me aburro a mi misma... convoco a la alegría para que me ayude a volver a salir, para que mi alma sonría.
Salir de nuevo al mundo y dejarme acariciar por el sol, sentir el aire, respirar.

Sin lucha, desde la calma, poco a poco vuelvo a sonreír,  paso por el estado en el que conviven risa y llanto, recupero frescura en mi arrugado rostro, y vuelvo a "estar".

Agradezco a la tristeza su función en mi vida y la invito a descansar. 

Entonces recupero la vitalidad, la recuperable... vuelvo a estar presente, asequible, cercana.

Y si me caigo... me vuelvo a levantar.





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